MEMORIAS DE MI MADRE, NOVELAS, RELATOS

PALETAS DE HIELO

La Semana Santa era un infierno, el suelo ardía, quemaba la suela de los zapatos, y aquellos pies que henchidos por caminar desbordaban los huaraches y se precipitaban los dedos al suelo resultaban con llagas y severas quemaduras, además de los pisotones a causa del hacinamiento de la multitud que acudía a seguir al cristo que sería crucificado por los pecados de los allí reunidos y de los que se quedaron en sus casas. Aquella estación era de las pocas en que mi abuela, la madre de mi madre, utilizaba calzado, pero era tan sencillo que la energía calórica penetraba el plástico de los zapatos y los pies sudaban, se asfixiaban, incluso derretía la suela y era como caminar sobre gelatina. La forma del calzado se deterioraba hasta ser una cosa informe que cansaba los pies, colapsaba el material y los exponía al suelo.

Así era cada año. Los zapatos de mi abuela se derretían y se estropeaban en los Días Santos por tanto caminar detrás de los patronos, por seguir la procesión, las tres caídas de Jesús, representadas en un cómico performance carente de entusiasmo, quién sabe si por los efectos del tormentoso sol primaveral o a causa de la mala actuación y vestuario de los actantes. Sin embargo, la mayoría de los presentes lloraba al llegar al clímax de la narración, es decir, al ser crucificado el cristo.

En este tránsito los únicos que no se lamentaban, o lo hacían por retirarse, eran los niños, entre ellos mi madre y sus hermanas, quienes carecían de calzado y soportaban el ingente ardor bajo sus pies. Para mitigar este dolor brincaban ora sobre un pie, ora sobre el otro, además buscaban la sombra, por mínima que fuera, pero he aquí que se hallaba repleta de mozalbetes que ocupaban los árboles y sus alrededores, incluso en sus altas ramas, desde donde veían el calvario del falso galileo. Las breves penumbras que ofrecían las débiles y delicadas formas de las plantas adventicias que sobrevivían a la intemperie, sobre las banquetas y el arroyo vehicular, eran un tesoro para aquellos que buscaban descansar de aquel infierno.

La miseria de aquella estampa se acentuaba con el sonar de las campanas de los heladeros que acompañaban a la multitud y no a la procesión. En cada calle chicos y grandes se acercaban para comprar sus productos, los cuales, antes de llevarlos a la boca, los posaban sobre la frente o cuello para refrescar la piel. También se encontraban los vendedores de agua, aunque ellos eran más concurridos por la clientela adulta. Sin embargo, mi madre y sus hermanas no podían adquirir ni uno ni otro. Deseaban ambos, pero al menos a sus seis años, sólo habían probado el agua. Paletas congeladas ni helados, ni siquiera el cono, eran impensables. Mi mamá recuerda el rostro de los niños, de aquellos que agotados por el calor exigían a sus padres un helado y al obtenerlo lo devoraban, satisfechos, complacidos, abstraídos en la golosina; no había más Jesús ni Semana Santa, sólo dicha satisfacción.

Mi madre no recuerda cómo terminaba aquella representación, si con el falso nazareno crucificado o con la escenificación de la resurrección. Era un deber asistir y acompañar al galileo hasta su muerte, «él entregó su vida por nosotros», decía mi abuela. Al finalizar todas volvían a casa, agotadas, sedientas, pues el agua que llevaban consigo no bastaba. El ascenso, en ese estado físico, era una caminata al Gólgota. Aunque los pies no resultaban lacerados, pues ya estaban acostumbradas, sí presentaban callos, dolores punzantes y envaramiento durante algunos días.

En esta temporada era cuando los antojos de mi madre y sus hermanas, y quién sabe si de su madre, por un dulce helado, incrementaban. El sol impactaba feroz en lo alto de la montaña, los caminos se mostraban desérticos, colmados de fina arenilla blanca, surcados por hierba adventicia y grandes cactus, algunos muertos, que se erguían hasta dos metros, y eran el hogar de varias aves. Había también ingentes nopaleras que a causa del sol y la ausencia de lluvias se mostraban decaídos; el observarlos era una visión semejante a contemplar hombres condenados que aguardan su turno de subir al cadalso, sujetos a un cepo, atravesada toda la piel por arcaicas bregaduras. Y aquella como aura fantasmagórica del calor que azota las formas todas creaba una hipnagogia de colapso, de destrucción sobre todo.

Este escenario motivaba hasta la locura el deseo por un helado, siquiera un insípido hielo que congelara la boca y los dientes, que enfriara al menos un vaso de agua. Pero allí en el pueblo pocos poseían un refrigerador. En la cúspide de la montaña, donde vivió mi madre, no había energía eléctrica, y no la hubo sino hasta principios de la década del 2000. Así que de tener un frigorífico, sólo sería funcional como alacena, aunque no había mucho que guardar.

Cuando llegaba la noche todo era penumbras, profunda oscuridad. No así el cielo que se mostraba desbordado de estrellas que brillaban, que se apagaban y otras que caían, incendiadas, bellas todas. No obstante dicho cuadro, la familia acudía a sus camas para reunirse con el sueño. No había más que hacer. Así que apagaban las velas y esperaban la mañana.

A pesar del calor la lluvia tardaba. Cielos diáfanos se extendían hasta perderse en la noche. Algunos días aparecían una o dos vagabundas nubes, como perdidas en un desierto, y pasaban lentas, proyectando sombras surreales hasta desaparecer en el horizonte; formas que representaban otras formas tan absurdas que se diría una pintura de René Magritte, figuras semejantes a ‘Le Viol’ o ‘Le secret du cortège’ se dejaban observar en aquellas desérticas latitudes.

Le secret du cortège, René Magritte

La memoria de mi madre es un cuadro, una obra de arte que guarda todos los colores, todas las imágenes, el pasado vuelto presente; una pintura que muta, que se torna oscura, que habla pero es sorda, pues si escuchara se corrompería el contenido, su realidad operatoria. Cuántas nubes habrá contado, aquellas veces que presenció la pluviosidad trocarse en tormenta, la extraña fauna que recorría el cielo y la tierra… todo habita en su memoria, es otro mundo, otro tiempo que no fenece, sino que se repite en ciclos perennes, invencibles.

Es así que mi progenitora guarda el estigma doloroso del sol primaveral incendiando sus pies al caminar. El suelo todo ardía, y descalza marchaba ora sobre la arena ora sobre piso firme rumbo al centro, a las grandes tiendas, a comprar las viandas. Y era en una de estas temporadas de Semana Santa cuando mi madre descubrió las paletas de hielo y los helados. Veía, sobre todo a los niños, disfrutar con pasión dicha golosina. Como todos sus deseos, éste era imposible. Apenas tenían dinero suficiente para alimentarse, por ello era impensable consumir estos dulces.

Pero aquella tarde que sus pies resultaron lesionados durante su asistencia a la representación del suplicio de Jesús de Nazaret, se juró que probaría una paleta de hielo, de limón, antes de morir, y sobre todo, antes de que el calor pasara. Este era el tiempo indicado.

Tras volver a su casa, aquella tarde de Jueves Santo preparó su baño. Colocó agua fría en la tina de plástico en la que se bañaban todas sus hermanas y allí se sumergió para aliviar el calor de su cuerpo, para exorcizarlo, sin saber que la pasión que le ardía era el deseo, simple, de una paleta congelada.

¿Qué niño no desea todo? Mi madre piensa en su infancia al ver a los mozuelos que corren descalzos, sucios y hambrientos sobre las aceras a la espera de una limosna, y mientras llega asoman a los escaparates de las tiendas poseyendo con la mirada y el recuerdo aquello intocable, inalcanzable. Sus ojos tiemblan a causa del deseo, de aquel simple placer que no pueden satisfacer , y a veces una lágrima asoma, suicida, al borde de la realidad dolorosa, y cae solitaria al abismo. Así era mi progenitora según sus palabras. No habían más posesión de las cosas sino por medio de la memoria impregnada por una imagen visual, sonora o aromática. Cuántas veces quiso una muñeca, un vestido, un par de zapatos, un simple listón azul, una paleta helada de limón. Y todo le fue negado.

Sin embargo, esta era una de las pocas cosas a las que se rehusó olvidar. Deseaba con vehemencia la posesión del dulce hielo verde y estaba decidida a tenerla cuando fuera a la tienda. Aquel día llegó luego de varios intentos, pues el caprichoso azar le negaba la ida al centro. Su madre (mi abuela) acostumbrada a encargarla traer la comida, le negó aquella tarea en la cual concretaría su deseo, y la delegó a su hermana mayor. Se diría que el destino, cruel, le negaba la victoria, el placer. A pesar de que se ofrecía para dicho encargo, su progenitora la ignoraba, como muchas veces, y ordenaba hacer a su otra hija.

El plan de mi madre es simple: acudir a la tienda a comprar lo menester, y con el dinero que sobrara adquirir su paleta de hielo, que por ese entonces, según mi mamá, era muy barata. Quizás alrededor de 10 centavos. Esa era la idea. Así que sólo esperó. Nunca olvidó su intención, sino que el deseo incrementó.

Era el 6 de mayo de hace muchos años, tal vez 50, justo el día de su cumpleaños, cuando mi abuela partió a un «mandado» y llevó con ella a su hija mayor. Fue así que delegó las compras a mi madre y encargó el cuidado de sus tres hermanas menores. Apenas ambas partieron, mi madre corrió a la tienda a comprar los alimentos y al llegar acudió hasta el refrigerador de los helados y echó un vistazo a su interior; para ello tuvo que estirarse y despegar sus descalzos pies y erguirse sobre sus dedos a fin de recorrer aquella fría imagen de las golosinas.

De súbito sintió alivio. Nunca había visto tantos colores solitarios y combinados. El helado le fue semejante al terciopelo que visten los santos de las iglesias, y uno como fantasma recorría aquel escenario y se paseaban entre los variados productos, desde paletas, helados, sándwiches, fresas con crema, en fin. Eran tantos que no sabía cuál elegir. Los quería todos.

Arriba del frigorífico se hallaba una cartulina que mostraba los precios de los productos; sin embargo, mi madre no sabía leer, así que calculó lo que le podía quedar de tras comprar la comida. Deshizo el puño en el que llevaba el dinero y halló dos monedas de 1 peso. Apenas lo vio rehízo el puño y fue hasta el mostrador para solicitar las viandas: haba, petróleo, frijol, manteca y leche. Pagó sin esperar que le dijeran el total. La mujer colocó los productos dentro de una bolsa y la dio a mi madre junto con una moneda de 50 centavos. La niña la miró admirada y le devolvió a la afanadora y le pidió que le diera una paleta de ese valor. La mujer tomó el efectivo y se dirigió hacia el helado, abrió el contenedor y ofreció a la pequeña una paleta de limón envuelta en un plástico.

De inmediato la niña echó a correr. «No me importaba estar descalza. A esa edad nada era impedimento. Corría, corría, corría. Ni el viento en contra me detenía. Estaba segura que podía correr tan veloz como un caballo». Mi madre no paró hasta ganar la montaña, entonces descansó bajo la sombra de un árbol, descubrió la paleta y la probó por primera vez. El hielo se derritió en su cálida lengua y toda ella se estremeció; el sabor era increíble, ni siquiera podía describirlo, y la temporada era propicia para su consumo. No pudo contenerse y dio una dentellada a la paleta y la devoró a mordiscos. Luego cerró los ojos y agradeció al cielo por tan grande regalo. Después levantose, tomó sus cosas, y marchó a paso lento hasta su casa.

Al llegar, sus hermanas le vieron una sonrisa inmensa y potente que nunca antes había esbozado, evidencia de que algo extraordinario le sucedió, por lo cual le inquirieron qué era aquello que había experimentado para mostrar tal alegría que contagiaba, que motivaba a la risa y al abrazo.

La pequeña les contó todo e hizo cuanto pudo por describir las sensaciones que aquella paleta le produjo; el sabor, la textura, el hielo colorido devorado bajo la sombra augusta de un árbol. Sus hermanas la escucharon atenta, con los ojos bien abiertos y las manos unidas, absortas, como se postran los fieles ante una imagen religiosa creyéndola sacra.

La memoria del pasado inmediato acudió a su boca y salivó como oblación a aquella golosina y una desbandada de sensaciones, como aves que escapan del invierno, acudieron a su voz para ser reproducidas. Era verde y helado. El color estaba congelado, como prados primaverales venidos de las montañas, traídos por las aguas manantiales que brotan desde las cavernas; inmanente el frío con sabor a un campo de limoneros de frutos recién cortados; su cáscara vuelta incienso que enamora al calor y la sombra de un árbol es la esquina del paraíso.

Sus hermanas quedaron sorprendidas de su manifestación a favor de la golosina y le pidieron que les convidara si quiera un diminuto trozo; sin embargo, ya no había dinero para comprar más. Mi madre no estaba satisfecha, quería más, probar otros sabores, el helado y su barquillo, el sándwich congelado. Pero no había manera de adquirir ni uno solo.

Se sentaron sobre la tierra y pensaron qué podrían hacer para comprar más paletas antes de que su madre volviera. Pero no hallaron ni una respuesta. Además, la menor de las hermanas echó a llorar como berrinche por su deseo imposible, pues pensaba que su lacrimoso lamento atraería algún milagro. Las horas avanzaban y el sol comenzaba a retirarse, a declinar sobre las montañas, la madre estaba por volver, así que las oportunidades para comer helado eran mínimas. De pronto escucharon que su prima, 10 años mayor que mi madre, volvía con sus animales tras pastar desde la mañana, el balar de los brutos evidenció su presencia.

-Pídele prestado a la Rufina -dijo a mi madre una de sus hermanas.

El resto de ellas se volvió hacia mi progenitora y al unísono la impelieron a ejecutar la idea. Ella no perdió tiempo, y silente echó a correr hacia la vecina casa para encontrar a su prima, a esa que llamaban Rufina. La halló en el corral de los borregos, terminaba de ingresarlos, cuando la saludó desde lo lejos con una mano en el aire. Rufina respondió al gesto de la misma manera.

-Rufina, te quiero pedir un favor. Mi madre me dijo que te pidiera prestados 10 pesos para que compre cosas. Ella no está, volverá hasta muy entrada la noche y no hemos comido.

-Pues qué tanto va a comprar mi tía -respondió la prima.

-Tengo una lista: velas, petróleo, manteca…

-Está bien, no importa, te daré el dinero. ¿Cuándo me lo devuelve?

-Cuando vuelva, creo que mañana, pues hoy llegará tarde.

Rufina metió su mano en la bolsa de su babero, revolvió su contenido y sonaron varias monedas, luego extrajo un puño de ellas, casi todas centavos, pero he aquí que había una de 10 pesos, y la ofreció a mi madre.

-Tómala.

Mi madre obedeció. Sujetó la moneda con fuerza, cual tesoro, cual milagro.

-Gracias -dijo, y echó a correr hacia el centro, sin siquiera avisar a sus hermanas.

Era una carrera contra el sol, que se apuraba a descansar para volver fúrico al día siguiente. En poco tiempo llegó a la tienda y observó los precios de los productos. El más caro costaba 2.50 pesos. Se trataba de un sándwich de helado con cuatro sabores: frambuesa, zarzamora, chicle y mazapán. El helado se desbordaba de la galleta. No lo pensó más, llevó los cuatro sabores. Gastó todo el dinero y volvió corriendo a su casa. Sus hermanas la recibieron asombradas cuando la vieron llegar con la bolsa con golosina, que de inmediato las repartió.

Las cuatro marcharon hasta a lo alto de la montaña, a un abismo, sobre una enorme piedra pulida por la naturaleza, donde acudían, quién sabe si aún lo hacen, la fauna reptil para admirar el sol. Allí observaron el crepúsculo sobre aquella mole que se tornaba fría. Saludaron a la noche que ya se posaba sobre la tierra, pero desde donde estaban aún observaba el bermejo beso de despedida del astro rey.

«Siento que puedo morir ahora. Tirarme de este punto y volaría. No sé porque… este sentimiento es nuevo».

Días después su madre se enteró del préstamo que había solicitado mi madre a su prima, ya que esta última le exigió el pago a mi abuela. Ella golpeó a mi madre. Era mucho dinero para gastar en golosinas. Vivían al día con 2 pesos. No obstante, mi madre no se arrepiente. Recuerda el atardecer con sus hermanas, comiendo helado, convidándose los sabores.

«Ese día probé la noche, me comí el cielo. Sabía a chicle, a zarzamora, frambuesa y mazapán. Pocos han comido helado en la cúspide de una montaña mientras se observa el ocaso, asomados al abismo, sin miedo a nada, sin que el tiempo exista».

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NOVELAS

III. Historias desde la cuarentena

Birds also sing for Ana Maria

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Música, se oye la música, tañer de instrumentos, polifonía apenas levanta el alba; en los edificios más altos aún sucede la noche. La gente despierta, a veces un ojo cerrado, el otro abierto, algotros continúan el sueño. Primero fue audible el sonido de teclados, más tarde las percusiones, luego un saxofón, al rato un par de guitarras acústicas, casi de inmediato a éstas se escucha una eléctrica que interpreta delicados riffs. Algunos inquilinos, añorantes de la vida pasada, estiran sus manos para atrapar el Smartphone o el reloj y ahogar la alarma; acción inútil, el sonido no proviene de tales dispositivos, sino que llega de la calle. Entonces acuden a las ventanas, corren las cortinas y observan; otros, no del todo despiertos, creen que la música llama al fin de la cuarentena y presurosos mirar hacia el exterior. Nada.

«¿Qué sucede, de dónde viene la música?», piensan, intentan averiguar, se preguntan unos a otros, pues las calles lucen como el día anterior: vacías, solitarias, limpias, tranquilas. De pronto, alguien señala hacia el edifico de enfrente: un sujeto en pijama toca un par de teclados, un par de pisos más arriaba otro músico tañe una guitarra eléctrica; mientras que en el otro condominio dos más interpretan acordes en guitarras acústicas. Y así aparecen el batería en otro piso, además de un Dj. Cada uno aportaba su ritmo y su género para crear una polifonía mezcla de jazz, bossa nova, hip-hop, dub y hard rock.

Tras diez minutos, cada músico termina su interpretación. El batería es el postrero, el que da el golpe final a los platillos, y mientras el sonido se desvanece poco a poco una oleada de aplausos resuena: muchos de los vecinos habían acudido a sus ventanas, balcones y azoteas para ver el performance. Todos sonreían, había unidad, los vítores constituían un nuevo ritmo, un aplauso sincero, sin pretensiones, un regalo al otro, al desconocido, al cercano y distante, no como las hurras expresados en conciertos y eventos públicos, sino que esta armonía, esta música constituida por múltiples interpretaciones a un mismo tiempo era un clamor de valor por la libertad, un momento obsequiado al otro; afirmación de sí mismo frente al mundo; respiración, movimiento, reflejo; en pocas palabras: sentirse presentes, vivos.

Luego todos volvieron dentro, a tomar el desayuno. Sólo un hombre permaneció afuera, en su balcón situado en el último piso de un edificio de apartamentos. Vestía pijama todo el tiempo, bebía café todo el tiempo y mucho de ese tiempo lo pasaba en ese punto, tumbado en una silla, escuchando a sus dos pájaros, un rara y una loica, que guardaba en sendas jaulas. Amaba su canto y sus plumajes. Allí acudía cada mañana a esperar el alba y beber café mientras las aves cantaban, después iba al trabajo, diez horas al día: era mesero.

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Primero pensó a la cuarentena como vacaciones, no tendría trabajo ni dinero, pero con lo ahorrado podría sobrevivir. Estaba cansado de ir y venir por el restaurante, escuchar las órdenes de comensales y jefes, así como del espagueti que cocinaban a diario. Así que programó su encierro: dormir doce horas, y las otras doce para lo demás. Lo primeros días se comunicaba con sus amigos por redes sociales, presumían sus actividades, ora un videojuego, ora un libro, un juego de mesa, y no había mucho más sino mirar YouTube, además de intercambiar este tipo de contenido.

Los días transcurrieron y pronto se dio cuenta que había pasado de una jaula a otra, es decir: del trabajo a su casa. Impedido de salir de su apartamento, aburrido de hablar de lo mismo en todas partes, en todas las redes, todo el tiempo, abandonó el Smartphone, el televisor y los videojuegos para pensar y hacer cosas diferentes. Comenzó por leer libros, de esos digitales que las editoriales liberaban para sobrellevar el encierro. No concluyó ni la mitad de uno; no era un buen lector, la lectura le era soporífera, y al despertar un dolor de cabeza lo asaltaba. Nunca más descargó otro texto.

Su cronograma de cuarentena falló y cada día se preguntaba qué hacer. Así que comenzó a ver videos de cocina, sobre todo los que mostraban menús para el encierro. No había problema por los ingredientes, contaba con muchas viandas y demasiadas golosinas, pero todo lo que intentó fue un fracaso. Se resignó a hervir los granos y cereales. El buen sabor lo compensaría con los dulces. Pero los caramelos y comida chatarra se agotaron y los alimentos hervidos o al vapor le aburrieron el paladar y rendido donó todo a las aves, que se daban un gran festín cada día.

Sólo quedaba café, mucha azúcar y diez charolas con veinticuatro piezas de sopa instantánea; sobre los días ni hablar, era mejor no contarlos. La rutina era insoportable. Los conciertos matutinos fueron frecuentes y luego a todas horas. Los vecinos se unían en cantos y música; celebraban, era su forma de desahogarse, pero tras el sonoro aplauso y vuelta a casa los esperaba el hartazgo, el aburrimiento, largas horas frente al televisor mientras se está tumbado sobre un sillón o el suelo o la cama o de pie o dormido, qué importa. No se va a ningún lado y la cárcel está presenté en todas partes.

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El café era un atisbo de libertad, así lo creía él, por ello lo bebía en cantidades industriales y con ello vino el insomnio y largas noches y días. Entonces se dedicó a escuchar el canto de sus aves por el día, y por la noche a contar estrellas. Esto último no tenía nada que ver con conceptos ni ejercicios románticos, sino que en verdad quería saber su número; por supuesto nunca lo consiguió, a pesar del café quedaba dormido de cara al cielo, arropado por la intemperie y el rocío. Soñaba que podía volar, que podía caminar en las solitarias calles y todo lo que lo rodeaba eran árboles y cientos de aves, pero entre todas ellas no se encontraban su rara y su loica.

Al despertar y analizar su experiencia onírica advertía que era el resultado de su anhelo por salir a la calle; allí estaban los árboles, las aves y la soledad: el deseo imperioso de salir, de respirar otros aires, de correr sin muros cada dos metros; y esto se traducía también en el rechazo al trabajo, la vuelta a la vida ordinaria. Extrañaba el espagueti del chef, pero sabía que en algún momento lo detestaría; entonces añoraría la cuarentena a pesar del desastre y desearía volver al encierro en su hogar. ¿Acaso no había otra forma de vida? Sí. A veces se le antojaba un cigarrillo y una cerveza, así que iba a la cocina por café, volvía al balcón y pasaba tiempo con sus aves. Café y más café, insomnio vencido por las estrellas, canciones interpretadas por extrañas voces desafinadas, frío de madrugada, sol en el cénit y la infinita voz de las aves, ininteligible y armoniosa.

Y un día decidió mudarse al balcón. Quería estar cerca del cielo, a un paso de la libertad, en compañía de sus aves. Así que colocó su colchón en el piso y llevó consigo dos charolas de sopa instantánea ramen, la cafetera, mucho café y dos extensiones eléctricas para conectar el artefacto. Olvidó lo demás dentro de casa, incluido su Smartphone; no quería saber nada más de esas otras prisiones, de ese distractor carcelario. Todo ello formaba parte de un plan: escapar. Se mantendría vivo con las viandas referidas e intentaría contar las estrellas; una vez concluida tal empresa, sin saber cómo pero estaba seguro de ello, sería libre, aunque tampoco sabía qué era eso. Así que imaginó un sitio donde habitan cientos de aves y los árboles nunca dejan de crecer, imposible mirar su cima, su copa, sino niveles infinitos de ramas y hojas y frutos y flores y fauna.

En tanto, los conciertos continuaron, cada vez con mayor regularidad, se vulgarizaron, es decir: se popularizaron. Por medio de las redes sociales, cientos de personas confinadas a causa de la pandemia se organizaban para interpretar canciones emblemáticas de sus países y regiones, no sólo con instrumentos musicales, pues ello reducía la participación de los ciudadanos, ya que no todos saben tañer un instrumento ni contaban con uno; iban más allá, empleaban altavoces, sistemas de sonido y bocinas gigantes para montar una suerte de karaoke monumental. De pronto nadie dormía. Todo el tiempo era fiesta. Era la manera de escapar no sólo del encierro, sino de la soledad, de abrazar al otro porque estaban cansados de la familia o de sí mismos.

BFJHEcA

Por su puesto cuando se habla de encierro, cuarentena, confinamiento, entre otras variantes lingüísticas difundidas por los medios de comunicación, no sólo se alude a este accionar respecto de la pandemia, sino a la prisión en términos generales: el trabajo, la familia y uno mismo. El hombre transita de una cárcel a otra, comprendidas todas en una: la vida.  Para algunos en un primer momento la ordenanza de las autoridades de guardarse en casa fue gratificante por la aversión al trabajo; para otros no, por el estrés que genera la familia; para los solitarios necesitados de otras voces, de otra entidad, fue terrible. Sólo aquellos amantes del silencio, de la soledad, radicales misántropos, fue gratificante.

Fue así que, con este miedo y repulsión a la cárcel que tiene su origen en uno mismo, los planes del mesero fueron superados. Logró contar quince mil cuatrocientas diecinueve estrellas, agotó una charola de sopa instantánea, bebió treinta y siete litros de café y escuchó diez diferentes canciones de sus aves. Suficiente. No pudo más. Tomó sus enseres y volvió dentro. Pero mientras tornaba a su lugar la cafetera y el resto de sopas, golpeó tres de sus dedos del pie izquierdo, tercer, cuarto y quinto, contra un objeto contundente, éstos se contrajeron y sus huesos crujieron, el dolor fue tal que liberó sus manos para intentar sanar el dolor, soltó la cafetera y lo demás y fueron a dar al suelo donde el cristal del electrodoméstico se hizo añicos; sólo las sopas se conservaron, la mayoría, unas pocas resultaron rotas del embalaje. La zona herida de su extremidad sangraba: presentaban hematomas y un corte diagonal que había afectado a los dedos.

Tumbado sobre el piso descubrió en mal estado la Biblia de su padre, una edición gigante de pasta dura, obtenida hace mucho tiempo como regalo de Reader’s Digest por suscribirse a su revista Selecciones. Sostenía y nivelaba la mesa, cubierta por un largo mantel que caía hasta el piso y ocultaba el libro, quién sabe desde cuándo. La madre la colocó ahí por desprecio, ya que le recordaba a su marido, huido hace mucho tiempo. Según el fugado, este libro revelaba a Jehová como un fantasma, una idea, un concepto hebreo para conquistar, para asesinar a sus rivales; el Nuevo Testamento es lo contrario: Jesús evidencia la corrupción de ese dios y proclama un mensaje de libertad, de renuncia a todo, a este mundo, a la vida en sociedad. Así lo entendió, así lo efectuó. Dejó el trabajo y con ello las necesidades fueron disminuidas, abandonó las golosinas y se convirtió en vegetariano, luego, olvidó a su familia. Nunca más se supo de él.

Tanto tiempo sin mirar dicho libro. Ahora estaba maltratado, contrahecho, arrugado, roído, viejo, tan vetusto. Pero aún permanecían los dobleces de las hojas a manera de marcadores: las huellas dactilares de su padre. Entonces olvidó su pie sangrante y tomó la Biblia. Apestaba, estaba húmeda y manchada de sangre. Abrió el mamotreto y descubrió dos terceras partes del texto arruinadas: faltaban hojas, estaban rayadas o quemadas o manchadas y todas ellas correspondían al Antiguo Testamento. Así que comenzó a leer lo legible mientras su pie sangraba. Esa fue su soledad, su ausencia, su confinamiento real.

Una madrugada, a saber cuánto tiempo había transcurrido, mientras todos estaban guardados en sus casas, el chico salió al balcón con una taza de café en una mano, su pie sano, el cabello más largo al igual que el vello facial, y en la otra mano, la Biblia.

–¡Sé cómo hallar la libertad! –grita a sus aves –puedo obtenerla. «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas».

Tras terminar de leer aquel pasaje da un profundo suspiro, exhala, y mira el mundo. Sus aves trinan lento, como agotadas. En las calles la flora comienza a emerger, los pájaros cantan, algunas ardillas corren por los árboles, se escucha un cascabel, silbidos y el remover de la hierba. En el lejano horizonte ya emerge el sol y el viento lleva en sí el aroma del nuevo día. A pesar de las penumbras todo es visible: los colores iluminan sin interferir con las sombras; cada sonido, cada voz es individual y perceptible, como si una visión corrupta se aclarara, todo es diáfano, límpido, todas las formas naturales son genuinas, grandiosas. Ya no hay más música artificial, sólo vibración original.

El chico vuelve la mirada a sus aves y los tres se observan; comprende su delito, su canallez, y llora. Abre las jaulas y espera.

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–Perdónenme. No merezco su canto, su plumaje ni su voz. No merezco nada. No merezco la muerte –dice entre sollozos y lágrimas que esparce el viento hasta confundirlas con el rocío.

Las aves dan un salto fuera de la prisión y abren las alas.

–Moriremos, quién sabe dónde, pero ahora podemos extender las alas y volar –dice uno de los pájaros.

–Ya viene la mañana, escucha nuestras voces. La vida es una sola –dice el otro.

KIND OF SUNSHINE

Luego echan a volar por caminos opuestos. Ninguno acude a tierra, sino al cielo, tan alto que se extravían.

–Los escucho, escucho el canto, la polifonía…

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NOVELAS

A través de la ventana (historias desde la cuarentena)

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Sucede la noche. La ciudad transcurre silente, sólo las luces del alumbrado público recorren las avenidas y a veces el viento trepa los árboles, arranca sus hojas y huye a todas direcciones. Santiago observa desde su apartamento en el décimo piso del condominio. Asomado a la ventana fuma el quinto cigarrillo. Sus manos tiemblan, el movimiento es leve, pero se ha incrementado al paso de los días, hace siete, desde que inició el claustro, la cuarentena por el Sars coV 2. Piensa que este padecimiento es un síntoma del virus, así como la tos y el incremento de su temperatura corporal. Teme por su vida, a pesar de disponer de un maletín que guarda diez cajas de veinte pastillas de diversos antibióticos de amplio espectro de 500 mg, analgésicos, entre otros. Tenía once embalajes con su contenido, pero ya ha consumido uno. Rehusado a visitar el hospital para realizarse una prueba por temor a ser aislado en el nosocomio, se encerró en su inmueble y comparte el espacio con todos los demás ciudadanos.

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Allí pasaba, a solas, la vida, en espera de que la pandemia fuera superada. Los días eran aburridos, el silencio imperaba. Así que, agotado de las dimensiones minúsculas de su apartamento, se apostaba en la ventana y observaba tras el cristal. Advertía algunos autos y pocas personas; y con el trascurrir de los días esas imágenes desaparecieron. Ahora sólo contemplaba la fauna y flora urbanas. Tras la ausencia de los humanos cientos de aves coloreaban el cielo y cantaban todo el día sobre las copas de los árboles, edificios, casas, iglesias, por todas partes; los diversos roedores se dejaron ver, asomaron a la superficie y recorrieron la ciudad en busca de alimento, de pronto se advertían ardillas, ratones, roedores, hámsteres y al menos dos hurones, libres del yugo humano.

Los vecinos acudían a sus ventanas y desde allí observaban aquel espectáculo: la naturaleza escondida, aterrada, tomaba la ciudad, la conquistaba. Algunos niños, tras reconocer a sus mascotas escapadas, salían a la calle para intentar atraparlas, pero de inmediato sus padres iban por ellos y los volvían a sus aposentos, luego todos escuchaban los lamentos de los menores que eran castigados a golpes. Entonces la vida prosperaba. Por las noches, los residentes podían disfrutar de la belleza de raras especies aladas, como búhos y lechuzas, ejemplares que algunos inquilinos nunca habían visto; y señalaban, asombrados, en dirección del plumífero; aquel acto se diría el esfuerzo por tocar al animal, por estar cerca, por capturarlo y condenar su vida dentro de una jaula. Lo mismo sucedía con bandadas de murciélagos, venidos de quién sabe dónde, que producían un sonido extraordinario, lo cual aterraba a la población por la idea imbécil de que este mamífero era el que había originado la pandemia. Así que los asustados, que era la mayoría, activaban las luces de sus casas para alejar al bicho. Los primeros siete días sucedieron de esta manera: el mundo que el humano había invadido volvió a ver la luz del sol, ocupó la tierra una vez más; ya no había miedo en la faz de los animales sino tranquilidad y un atisbo de esperanza.

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Al interior de las habitaciones todo trascurría en calma. La cuarentena se pensó como unas merecidas vacaciones. Se suspendió la mayoría de las labores, así como los eventos sociales, espectáculos culturales, clases, vuelos, entre otras actividades y servicios, por lo cual familias enteras se encontraban juntas, todo el tiempo. Los medios afirmaban que la pandemia era ocasión para fortalecer los lazos familiares, pasar tiempo de calidad con los seres queridos. Y eso fue cumplimentado en la medida de lo posible. A pesar del cerco que constituían las viviendas y los espacios comunes, las acciones estaban enfocadas hacia afuera. Los hijos se comunicaban con sus amigos por medio de las redes sociales y videojuegos; los adultos hacían lo propio con hermanos, padres, abuelos, querían estar al tanto de su salud, de su entorno. Cada uno emprendía labores personales, íntimas, solitarias. La lectura ocupaba gran parte del tiempo, sobre todo lo correspondiente a la pandemia: las cifras de infectados y decesos; los libros se encontraban en segundo término. En una palabra: los miembros se aislaban uno del otro, en su casa. El punto de encuentro era la mesa, la hora de comer. Allí se reunían y charlaban sobre las últimas actualizaciones del fenómeno. Todo tendía al incremento de contagios y decesos, no sólo en aquel espacio, sino en todo el planeta. Cada día se hacía eco de nuevos casos en otras tierras, los cierres de fronteras, cuarentenas, y, sobre todo, insuficiencia de elementos médicos, es decir: el hombre era rebasado por el virus. Entonces, tras el conversatorio de las funestas noticias, sucedía el contacto real, genuino, impelido por el miedo: las personas, los familiares, encontraban la mirada del otro y la hacían suya, era un abrazo estremecedor, frío, doliente y fatídico; sólo eso, un abrazo distante acompañado de estremecimiento e incertidumbre. Luego las miradas caían con la cerviz y se extraviaban en pensamientos nostálgicos y sueños, una cruel esperanza.

Por supuesto no todos compartían este comportamiento. Los otros, solitarios, parejas, demás familias, llevaban a cabo otras acciones. Los ancianos, por ejemplo, dormían la mayor parte del tiempo; otras personas pasaban el día delante de la pantalla, al tanto de la cuarentena; otros preferían observar a través de sus ventanas. Muchos colocaron sillas y mesas, además habían dispuesto una cafetera para beber el aromático mientras contemplaban el mundo que abandonaron, al que esperaban volver pronto. Unos se dedicaron a la observación de aves; otros, a clasificar la fauna, era increíble el número de especies que vivía en las sombras de la ciudad. Incluso varios afortunados pudieron observar grupúsculos de jabalíes que destruían los contenedores de basura en busca de alimento. Así es, las personas dedicadas a esto se hicieron llamar «cazadores de fauna urbana», pero no disparaban un arma, sino una cámara. Las fotografías obtenidas eran compartidas a través de las redes sociales. Se buscaba el mejor ángulo y la mayor precisión en la imagen, lo cual era difícil de hacer desde una ventana y desde el décimo piso.

Pero esta actividad pronto desalentó a los que sólo buscaba distracción, a quienes se encontraban aburridos. Luego de una semana, la mayoría de los recluidos comenzaba a desesperar. Cada día el espacio parecía reducirse, el oxígeno y la paciencia se agotaban. Entonces tornaban al internet, donde varias empresas por medio de sus páginas web ofrecían gratuidad de sus productos para soportar el encierro: cursos, videojuegos, libros, revistas, ejercicios, en fin, todo para no explotar, incluso las páginas pornográficas liberaban su material. En una palabra, el encierro se trasladaba del hogar al móvil, la pantalla del televisor o la computadora. Los youtubers creaban contenido, cómo no, a la moda, y comunicaban tips para sobrevivir al claustro y al coronavirus, entre otros contenidos destacaban cómo lavarse las manos, qué comer, juegos de mesa para disfrutar en familia y no tirarse por la ventana, entre muchos otros. Sin embargo, en los rostros de estos showman aparecería, de manera gradual, el rastro de la desesperación, sobre todo aquellos acostumbrados a viajar. Los primeros en decaer fueron aquellos vinculados con el ámbito de la belleza. A pesar de los consejos sobre cómo verse bien en una cuarentena, la atracción por estos contenidos disminuyó. De qué servía el maquillaje si la persona no se mostraba a los demás, a los extraños, para ser admirada.

Esto sucedía al interior de los hogares, en la soledad, en la intimidad del pensamiento, a saber qué más acciones implementaban los residentes para sobrevivir, para «matar el tiempo», hasta que pudieran tomar las calles. Y Santiago era uno de aquellos desesperados que, una vez agotados todos los recursos recreativos, anhelante del exterior, acudía a la ventana, y permanecía allí, perdido en las imágenes silentes y elucubraciones, sueños y recuerdos.

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De pronto, algo llamó su atención. En el edificio de enfrente los residentes del quinto piso tenían una sesión de sexo duro, cual película porno. Para entonces, varios vecinos grababan la escena que era observable a través de la ventana, pues las cortinas, quizás a propósito, habían sido despejadas. La acción duró al menos treinta minutos, durante los cuales repasaron múltiples posiciones por toda la recámara, por supuesto siempre protegieron su salud, pues los involucrados cubrieron sus rostros con mascarillas, esto derivó en la ausencia de besos y redujo la escena a coito por placer. El escándalo de los chismosos generó más ruido: ora silbaban, ora gritaban porras o blasfemias contra la pareja; otros reprodujeron música a volumen alto para evitar que todos aquellos clamores no fueran entendidos por los menores. Los fornicadores, al darse cuenta de que eran observados, participaron del optimismo del público y lo saludaban; el varón agitaba las manos como lo hace un rockero en un concierto, y la chica enviaba besos y posaba de manera exacerbada para mostrar su cuerpo todo. Extasiados tanto vecinos como pareja, esta última se posó contra la ventana y allí consumó el acto sexual. Para entonces algunas amas de casa, sobre todo, lanzaban diatribas y legumbres por igual contra los vecinos exhibicionistas; pronto los cristales estaban manchados de jitomate, aguacate y sustancias que a la vista y en esas circunstancias no eran reconocibles; incluso otros se atrevieron a arrojar botellas de vidrio y ladrillos, que por fortuna no hicieron blanco.

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Una vez terminada la función de sexo en directo Santiago se retiró a su sala ocupada por la penumbra de la noche, allí sirvió un trago de ginebra y encendió otro cigarrillo. Afuera aún se podían escuchar los gritos de los vecinos que pedían otro espectáculo, pero al no haber respuesta poco a poco las exigencias desaparecieron.

–De vuelta a la monotonía, a la rutina. ¿Podré escapar del enfisema pulmonar? –pensaba Santiago mientras, incansable, fumaba otro cigarrillo y bebía a pequeños sorbos gin & tonic.

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Reinaba el silencio por todo el edificio. Era una sensación extraña y agradable. Antes de la pandemia el ruido imperaba: los niños jugaban, sus pasos estremecían el techo; algunos matrimonios peleaban y el sonido de trastes rotos era ensordecedor; los jóvenes organizaban fiestas y la música era horrible y estridente. De pronto el coronavirus no es tan malo. Ahora hay calma.

El fumador cierra los ojos y su mente viaja, recuerda. Hace océanos y lluvias de aquellas memorias. El rostro de una bella mujer lo asalta, siente los distantes labios, el largo cabello acariciar su faz y los delgados brazos rodear su cuello.

–¿Dónde estás? –pregunta el recuerdo al fantasma.

Despierta. El silencio es interrumpido por los lentos y sonoros pasos sobre la calle. Da un salto y corre a la ventana. Allí, en medio de la avenida, una hermosa mujer camina, envuelta en una como aura violeta constituida por medusas que nadan a su alrededor. Es ella: cabello largo hasta la cintura, cuerpo delgado, pies pequeños, senos erguidos, piel marrón; camina como si bailara, con alegría, con arte, lento y violento; y su respiración es ritmo, métrica, verso que se esfuma apenas es pronunciado. Luce un vestido corto, vaporoso, su piel toda se aprecia y acelera el corazón del observador, la sangre asciende, intenta escapar.

–¡Sofía! –

Grito doloroso, clamor nocturno, febricitante, acompañado de ginebra y Pall Mall sabor pepino.

Despierta, Santiago despierta y escucha su grito ahogándose en la nebulosidad de su sala; su voz es devorada por el sueño y el espectro en él. Sucede un momento cuasi imperceptible, sensación de hundimiento y elevación, electrocución de las medusas, su espina colapsa, la sangre se evapora. ¿Aún sueña? Abre los ojos, yace en la sala, en una mano –a saber cuál– sostiene el gin, en la otra el Pall Mall encendido, a punto de agotarse.

Se irgue, acude a la ventana: sólo la noche transcurre, silente, serena, como observada por un moribundo. La hora, qué importa la hora. Todo sucede a un mismo tiempo: Sofía sobre la avenida; Santiago, tumbado en el sofá con un cigarrillo en alguna mano; recuerdos extraviados en las venas, en el inodoro, en el corazón roto de alguna mendiga.

No llega el sol por más que se espere. No amanece por más que se sueñe.

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