MEMORIAS DE MI MADRE, NOVELAS, RELATOS

CUMPLEAÑOS

Bebíamos café. Ese es el punto de encuentro entre mi madre y yo. Y cuando este falta lo sustituimos por té, por lo general acompañados de un pan. Y esa noche, sorbo tras sorbo, mi madre pensaba qué hacer para el cumpleaños de su nieto. Tamales, mixiotes, taquiza, se preguntaba. Por supuesto no me interesa en nada la celebración de avejentamiento del unigénito de mi hermano y respondía con los hombros alzados ante cualquier pregunta acerca de ello. Sin embargo, vi la oportunidad para que mi mamá me relatara cómo celebraban sus cumpleaños, así que le inquirí al respecto.

«No había celebración para nosotros. Sólo mi hermana la mayor y mi hermano mayor y mi padre tenían cumpleaños» Bebió un sorbo de café y miró al techo, como si recordara algo. Luego me miró y relató cómo organizaban la fiesta.

El dinero era muy escaso, sin embargo, mi abuelo daba a cada uno de sus hijos 1 centavo cada domingo. La cantidad podría parecer un insulto, una miseria, y aunque lo era, en aquella época con esa moneda se podía adquirir una golosina. Mi abuela, según refiere mi mamá, obtenía 1 peso por un día de trabajo «bien ganado». Recuerda verla llegar agotada, arrastrando los pies, las manos hinchadas de tanto lavar ropa en el río, una ingente montaña de prendas incluso manchadas de sangre, sustancia cuasi imposible de quitar sin los productos químicos de limpieza de ahora. En el pueblo sólo se podía adquirir jabón zote y detergente, por ello, para estos casos empleaban el tequesquite (sal de la que hablé en COMETA).

Mi abuela marchaba hacia el río cuando el sol asomaba apenas, perezoso, sobre las montañas. El frío aún permanecía y la noche se retiraba de puntillas, comenzaban a aparecer las sombras, alargadas, delgadas. La piedra más diminuta se hacía grande en su umbría, y muchas se confundían, homogéneas, y no se sabía a cuál pertenecía cada tiniebla. De esta manera mi madre veía partir a su progenitora, abrigada tanto como podía, con la cabeza gacha y los pies descalzos; su sombra alargándose, fundiéndose con la negrura distante del camino.

De la misma forma la veía venir, pero agotada. Entonces mostraba el precio de un día de su vida: 1 peso. A veces una sola moneda, diminuta, que la daba a alguna de sus hijas, no para ella, sino para que fuera hasta la tienda a comprar las viandas que habían de consumir. Cuando el dinero le era dado fraccionado la madre de mi madre ponía en sus manos 20 centavos, con los cuales compraba un litro de haba, 5 centavos de manteca de cerdo, 5 centavos de petróleo y «algo más que no recuerdo». Con un peso comían durante cinco días.

Por ello 1 centavo representaba mucho para mi madre y sus hermanas. Ella lo guardaba, es decir, lo ahorraba; las demás, quizás hacían lo mismo. ¿Para qué lo ahorraba? Para comprar el regalo de su padre en su cumpleaños. Por supuesto no lo hacía sola. Un presente costaba más que 1 peso, por ello todos los hermanos se cooperaban. Ahorraban durante un año para gastarlo en algo para mi abuelo, a quien nunca conocí sino por los relatos de mi madre.

La imagen que me refiere de él me resulta indiferente, como si no fuera parte de mi historia. Incluso me parece irresponsable la organización de fiestas ante las grandes carencias de la familia. No obstante, se llevaban a cabo. Mi madre refiere que guardaba su «domingo» a causa del amor por su padre. Nadie le enseñó a dar, a ahorrar; era una actitud inmanente en ella. Con cada regalo su padre les decía: «Mis muchachitas, no gasten su dinero en mí, es para ustedes». Él era de esos hombres trabajadores con actitudes ahora idealizadas, era de esas personas que debido a que no hay nada de comer en su casa volvía con la comida que llevaba al trabajo y se las daba a sus hijas. A mí me parece irresponsable engendrar 10 hijos cuando se vive en la miseria. «Quien no tiene muchos hijos no es hombre o mujer», decían las personas de aquel lugar, de aquel tiempo.

«No había ropa ni calzado y apenas comíamos. Recuerdo que era feliz; ahora todo me resulta tan diferente», dice mi madre. De su familia nuclear aprendió la celebración de los cumpleaños, a pesar de que nunca fue celebrada. Incluso ahora ha repetido esa actitud; ella organiza los cumpleaños y nadie la festeja. Yo, no celebro nada, sino los hechos extraordinarios, por ello estos rituales me son imbéciles y no participo de ellos.

«No había dinero, pero el día de la fiesta había de todo, pero nosotras no participábamos, mi madre nos encerraba en la recámara, ya que la fiesta es para los adultos».

Mi madre nunca supo cuántos años tenían sus padres. Cada año, cada celebración, los observaba más viejos, más débiles, pero nunca supo a qué edad falleció mi abuelo, y la edad de mi abuela se le ha olvidado. Ambos fallecimientos fueron muy dolorosos. Pero los recuerdos de aquellas celebraciones permanecen con ella.

Días antes de la fiesta (mi madre ha olvidado el mes de la celebración) mi mamá y sus hermanas se reunían en el centro del patio, se sentaban sobre la tierra porque no había sillas y la hallaban cálida y cada una presentaba lo que había ahorrado durante el año. No todas aportaban el mismo monto y por supuesto era poco lo recaudado. Y mientras alguien contaba los dineros (mi madre no recuerda quién ni cómo lo contaba pues nadie sabía sumar ni leer) mi mamá hundía sus pies en la arena y jugaba con ella, agitaba los dedos y pensaba que nadaba, pues imitaba el movimiento de las aletas de los peces. «Era feliz. Estaba emocionada por comprar el regalo de mi padre. Se lo merecía. Nos daba tanto, nos daba todo».

Sus ojos tiemblan como si intentaran contener una lágrima. Su mirada contempla el pasado, y yo me pregunto si las lágrimas tienen memoria de los ojos de donde escaparon, ¿pueden las lágrimas sentir el dolor o la alegría? Por lo general las lágrimas de alegría aparecen por largos periodos de risa, pues la emoción que generan el encuentro con alguna persona que no se ha visto, el amor recuperado, el perdón, son lágrimas dolorosas.

Una vez reunido el dinero (mi madre no recuerda cuánto reunían) planteaban los posibles artículos que podían comprar, los cuales no eran variados, pues sólo se podían permitir un pan gigante o varios panes (el bisquet o pan de sal era su favorito), pañuelos, calcetines, toalla o un juego de baño, que incluía un jabón corporal en barra, un prestobarba y un par de diminutos aceites y lociones. No alcanzaba para más y había tanto que le querían regalar, como pantalones, camisas, cinturón, huaraches, en fin.

Luego corrían a comprar el regalo al centro, a la tienda de los Carranza. Debían darse prisa pues aprovechaban la ausencia de sus padres y no sabían a qué hora volverían. No siempre era así. A veces mi abuela enviaba a una o dos de sus hijas al centro a cumplimentar un recaudo y eran ella o ellas las que lo adquirían. Mi madre afirma que sus padres jamás preguntaron acerca de cómo obtuvieron los productos. ¿Se habrán cuestionado cómo llevaron a cabo este proceso?, ¿los peligros que debieron sortear?

Al llegar a la tienda, cuando se apersonaban en grupo, las niñas recorrían todo, hurgando entre anaqueles y vitrinas los posibles e imposibles regalos para dar a su padre. «Era enorme, con sólo dos largos pasillos en los que estaban exhibidos cientos de productos que nunca supe qué eran ni para qué servían. Algunos los había visto en los caballos, en las crines y la cola, lo demás no tengo idea de qué era», dijo mi madre. Aunque también me refirió que en el devenir de los años, en su adolescencia y adultez, reconoció algunas de esas cosas, pero ya no recuerda qué era ni dónde las vio.

Las niñas recorrían el inmueble y se asombraban de lo que veían. De pronto hallaban una muñeca, un juego de té, diminutos trastes de barro, canicas, crayolas, colores, libros de actividades traídos de quién sabe qué distantes lugares que presentaban entre sus páginas cientos de ilustraciones para colorear, dibujar y recortar. Vestidos, casas, canciones, rimas, en fin, un recreo.

Mi madre hojeaba aquellas extraños libros que le parecían asombrosos y no alcanzaba a comprender por qué algunas ilustraciones carecían de color, pero lo quería, lo olfateaba y repasaba cada uno de los dibujos con sus dedos; lo recorría para recordarlo y pensarlo en sus horas solitarias, para soñarlo, pero he aquí que el recuerdo era doloroso, el deseo de poseerlo era intenso y el objeto estaba tan distante. No lloraba, sino que sentía algo más doloroso que las lágrimas, algo que la asfixiaba, que hacía su mirada y su mundo más sombrío, uno como lamento interior que gritaba hacia su alma. A veces la veo tan acongojada que parece que esa cosa que grita la atormenta.

Sus hermanas hacían lo mismo mientras recorrían la tienda, muchas veces se encontraban y repasaban los juguetes al mismo tiempo, porque la admiración no sólo era exclusiva para el libro de actividades, sino para todo lo que deseaban. Así, mientras dos de ellas tomaban un muñeca una recorría sus manos y la otra su cabellera o su ropa; tomaban una «cazuelita» y la otra una «ollita», luego se miraban y expresaban un gesto triste, doliente, y dejaban el producto en su sitio. Era el diablo tentándolas. «Los reyes magos no nos traían nada… quería que me celebraran mi cumpleaños para que me regalaran todos esos juguetes…», confiesa mi madre.

No lo dice, pero ese gesto cómplice, de resignación, de rechazo, es la afirmación de que sus hermanas querían gastarlo en esos juguetes aunque tuvieran que compartirlos. Nada en su infancia fue exclusivo. Todo fue compartido, y ese todo siempre era la miseria. «A veces sólo teníamos un pan y un huevo. Mi madre los dividía y así comíamos. Pocas veces me sentí saciada», dice mi madre.

Dejan de soñar y se alejan de aquellos productos infantiles y se reúnen en torno de los artículos de limpieza corporal: prestobarbas, toallas, lociones, jabones, pañuelos. Eligen estos últimos, pero no saben cómo, aún tienen algunos centavos para gastar. Ni siquiera piensan en ellas, el dinero debe ser gastado, todo, en el regalo para su padre, así que ahí mismo ordenen el pan de pulque más grande, al menos el más grande que pueden comprar con el dinero restante. La señora, sabedora del propósito de las niñas, envuelve la hogaza en papel china, sostenido por una estructura de dos tiras de cartón y como base un cuadrado del mismo material. La mujer sonríe, siempre lo hace, cada vez que un cliente paga por lo consumido.

Luego, con el pan y los pañuelos listos, las pequeñas se retiran de la tienda y vuelven sonrientes a casa, cantan, brincan, silban; están emocionadas, felices por dar aquellos obsequios a su padre. He aquí algo extraordinario, el hijo despojándose de lo que le ha dado su padre, ahorrado todo o casi todo, y se lo devuelve en especie, justo para su cumpleaños. Mi madre no recuerda quién le instruyó esa costumbre, sino que, sin saberlo, ello quiso obsequiar algo a su padre en ese día que descansaba, que sonreía, que era suyo. Sólo un día cada año, uno por tantos que no comía para devolver intacta la comida a sus hijas.

El día de la fiesta acaecía. Siempre al día siguiente de comprar los regalos. Como todos los años, el cumpleaños de su padre era un evento en el que la había comida suficiente para dos días y había, al menos, tres platillos diferentes, además, llevaban hasta su casa dos barriles de pulque. Colocaban en el centro del patio la única mesa que tenían y la cubrían con un inmaculado mantel largo, tan blanco que al ser agitado por el viento la tela que colgaba parecía un banco de nubes que marchan sin regreso al horizonte.

Para la música disponían de una pequeña vitrola que requería cuatro pilas tipo d, y reproducía discos de 45 revoluciones por minuto cuyos artistas ya no recuerda. Dicho artefacto había sido un obsequió del hijo mayor de aquella familia. De esta manera comenzaba la fiesta alrededor de las 14 horas. El festejado vestía sus mejores ropas, a veces nuevas: camisa blanca y pantalón azul de casimir; esos eran sus colores favoritos. Los invitados arribaban a la montaña, uno tras otro, regalo en mano, y mis abuelos los recibían con música y un jarro de pulque.

«Nosotras observábamos la fiesta desde detrás de la puerta de la recámara, a través de un agujero, pues mis padres no nos permitían ser parte de la reunión; decían que era para grandes y los niños sólo molestan. Así que mis hermanas y yo bailábamos, iluminadas por las velas y otras sólo reían de nuestras sombras que proyectadas sobre la pared danzaban con grotescos movimientos. Era nuestro recreo. No importa cuánto ruido hiciéramos, mis padres no nos escuchaban, ya que afuera el fandango y la algarabía eran más escandalosos. Escuchábamos las risas, los chistes, incluso el sonido del pulque al ser derramado.

«Allí afuera también bailaban y la mesa estaba repleta de regalos. Antes no había bolsas que dijeran feliz cumpleaños, sino que los presentes se daban desnudos, sin esconderlos o envueltos en papel china. Así que podíamos ver lo que había recibido mi padre: panes, diversidad de panes, un par de huaraches, un sombrero, una camisa, un guajolote que amarrado de sus patas yacía tumbado sobre la arena, picoteando quién sabe qué cosa. También había unos vasos preciosos con flores que los habían estrenado de inmediato y mi papá y su compadre escanciaban la bebida en ellos».

Cundo llegaba la noche y la fiesta continuaba mis abuelos llevaban varias velas y las colocaban sobre la mesa, y otras sobre el muro de piedra que rodeaba parte de la casa. Ningún domicilio contaba con luz eléctrica. Pero esta forma de alumbrarse hacía de aquella escena un momento de paz, de tranquilidad. Para entonces las pilas de la vitrola se habían agotado y los convidados sólo dialogaban; los hombres bebían pulque y las mujeres, café. Algunos más fumaban, liaban sus cigarrillos y los encendían con cerillas. Aquella fiesta era una imagen rústica, antigua a pesar de la modernidad, eran los años 60 del siglo pasado. Mi madre no recuerda a qué hora terminaba la fiesta. Ella y sus hermanas apagaban las velas e iban a dormir.

El día siguiente era uno más. Su padre ya no se hallaba en casa, sino que había partido al trabajo. A veces los invitados no bebían todo el pulque y quedaba un poco en los barriles. «Me gustaba el aroma del pulque por la mañana, así que mientras mi madre limpiaba todo ese desorden yo acudía por un jarro hasta la cocina y volvía al barril, entonces me estiraba tanto como podía para llenarlo, pero apenas servía hasta la mitad, así que me iba, me escapaba hasta los capulines, me subía a uno de ellos y bebía poco a poco mientras la mañana terminaba de llegar. Quizá borracha porque venía lento, tambaleándose de un lado a otro. Pensaba que mi padre la había invitado y se había quedado dormida, por ello su retraso, e imaginaba qué regalo le puede dar a un hombre, un hombre como él, como mi padre».

Y mi madre brindaba con la mañana, alzaba su jarro en dirección al sol y éste respondía con un guiño. «Por mi padre, donde sea que esté». Sus ojos se muestran ausentes, como radicados en aquel recuerdo, y cuando vuelve al ahora se mira las manos, como si no creyese los años que han trascurrido.

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