ESTO ES LO QUE PASA EN MÉXICO, Miseria humana, OPINIONES

PALABRAS SIMPLES RESPECTO DE UN ORGANISMO SIMPLE

Arturo Rueda, director editorial del medio Diario Cambio, establecido en Puebla, fue detenido el sábado 21 de mayo por elementos de seguridad poblanos en coordinación con autoridades de la Ciudad de México en un inmueble de la capital, en la alcaldía Miguel Hidalgo. Los primeros informes refirieron que la orden de aprehensión fue motivada por una investigación de la UIF que vincula al diputado Ignacio Mier (Morena), al hoy acusado y su citada empresa, en una trama de lavado de dinero, entre otros delitos, por 400 millones de pesos. Poco después se dio a conocer que su captura se debió a una denuncia por extorsión en contra del priista Estefan Chidiac que data del 2015. Qué importa la causa de su arresto, yo celebro. Hasta el momento, ninguno de sus esclavos que labora en su empresa se ha pronunciado a favor de este ser.

Lo que lo parecía ser una simple nota intrascendente se convirtió en una noticia nacional, ya que la investigación en su contra por lavado de dinero se dio a conocer a las autoridades poblanas desde Palacio Nacional, por ello se pensaba que el arresto correspondía a este caso. No fue así. El sábado circularon los primeros informes acerca de la detención del director de Diario Cambio y hasta hoy no han dejado de publicarse líneas y líneas en contra de su persona, celebrando su situación, lo que evidencia que es uno de los seres más odiados en Puebla. Sólo desde su pasquín se pronuncian a favor del detenido como si fuera un paladín de la verdad y el periodismo.

No hablaré de este tema, pues hay mejores fuentes (Hipócrita lector) que dan la primicia o el resumen de la caída del también llamado «Manteconchas». Conocí a Rueda en noviembre de 2017, cuando me integré como corrector de estilo al pasquín que dirige el detenido. El sueldo era miserable, el más bajo de entre los que laborábamos en la redacción. Mi trabajo era imprescindible, ya que, excepto Rueda y otro gordo cuya cara no recuerdo, pero que se presentaba como subdirector, nadie sabía redactar, sino apenas escribir. No me había esforzado tanto en corregir hasta que llegué a Cambio.

Antes de asumir el cargo leí varias ediciones del pasquín y me provocó el vómito por la calidad de notas publicadas, tanto contenido como forma. Se dirían meros chismes narrados por un infante, pues el estilo del diario, hasta hoy día, ha devaluado las formas de narrar, de describir la realidad por su psicologismo y la vulgaridad de sus verbos y adjetivos, cuyos narradores posmodernos (periodistas) apenas articulan y trascriben 500 palabras, producto de la carencia discursiva para reproducir la realidad, una mera acción mecánica. A pesar de ello quise laborar para aprender. Para entonces tenía idea de quién era Arturo por las opiniones que sus opositores publicaban en diversos diarios y espacios, pero las admoniciones hacia su persona me parecieron meras luchas intestinas del ámbito periodístico.

En nuestro primer encuentro me pareció alguien serio, a quien no le gusta perder el tiempo, enfocado en su labor, no la imagen risible que ofrece en su programa noticioso “chacotero”. Ahora pienso que desde entonces no le caí bien. No éramos isovalentes, sino indisolubles, contrario al resto del personal (excepto unos pocos, contados con la mano de un manco), que siempre le ofrecía una sonrisa para complacerlo y reía de su humor imbécil sobre feminicidios y demás injusticias.

Hay que decirlo, la figura de Rueda era absoluta en su diario. Recorría los pasillos con paso cansino y dificultad para respirar; no obstante, era imponente, para sus lacayos, por supuesto. Y en esas visitaciones tomaba las viandas de los trabajadores, ora una galleta, ora un dulce. Una vez me tomó un bombonete (acto preludiado por «puedo tomar uno», ya que a los demás sólo les decía «dame»), pues en una segunda ocasión sólo halló el embalaje vacío. Cuando acudía al baño y estaba ocupado obligaba al de adentro a salir llamando innumerables veces a la puerta, y al egresar decía a la persona de turno: «apúrate, cabrón». Todos reían, incluso yo. Sólo una vez representé ese mal chiste, y al salir me miró y me franqueó el paso, para mí no hubo: «apúrate, cabrón».

La imagen de Rueda y su forma de ser imperaba en la relación laboral de todos a través de una escisión del trabajo en equipo. No especificaré estas formas de comportamiento, pero afirmó que todos, excepto yo y unos pocos, contados con la mano de un manco, se odiaban mutuamente. De pronto me enteraba de chismes, de berrinches, de falsas acusaciones, en fin. Era la manera de permanecer ahí, de mantener el puesto. Poco después entraría a ese juego, sin saberlo, sin quererlo, sin perseguir a nadie, porque todos eran o son tan miserables que nada tienen que precie de ellos. Mi carácter fue mi condena.

Siempre me mantuve al margen del diario, enfocado en mi trabajo. La imbecilidad de sus reporteros me perfeccionó y estoy seguro de que fui uno de los mejores correctores que ha tenido Cambio, pues tras mi salida comprobé que sus publicaciones presentaban demasiados errores. Y según fui informado, los correctores marcharon cual pasarela de ropa; iban y venían con más errores que aciertos. La profesión del corrector es harto difícil, y al menos en el gremio, está infravalorada, tanto que Cambio es de los pocos medios que aún contrata a estos expertos, aunque su calidad es dudosa, por decir lo menos. Si quieren saber más de este chisme, es decir, puntualizaciones, errores de sus notas, personajes, momentos, en fin, échenle una leída a mi libro Nothing written.

Trabajé en Cambio alrededor de 18 meses, durante los cuales permanecí impoluto de las relaciones de trabajo en tanto eventos y reuniones extralaborales oficiales. Si bien Rueda era adulado y festejado por sus empleados, se rodeaba de un grupo selecto de trabajadores que siempre estaban a su lado cuando él lo requería. Yo no formé parte ni de uno del otro. En las reuniones de cumpleaños todos intentaban ingresar a su oficina para que el ahora detenido les dignara una mirada o para servirse doble ración de pastel; a cambio de eso debían reír de sus chistes. En cambio, yo comía mi ración de postre afuera, de pie o de plano volvía a mi lugar, lejos de todos. A veces ni siquiera acudía.

Tampoco lo hacía en los aniversarios y fiestas decembrinas, que preludiaban las vacaciones, porque eso sí hay que reconocer de Cambio: vacaciones dos veces al año y se laboraba de domingo a jueves. Sólo uno de mis compañeros me insistía en ir, y yo le decía: «Los he visto todo el año, no los quiero ver más». Además, esa persona afirmaba que al no asistir «se pierden puntos con el jefe». No me importó. A quién le importa lo que piense Rueda. Sólo a sus lacayos.

Quizás fue mi forma de ser, mis vehementes frases sobre el trabajo, la vida, el periodismo; defender mi trabajo, mis correcciones, fundamentarlas; el que no me importaran sus amenazas de descontarme y retarlos a que lo hicieran (una vez el subdirector me dijo: «200 pesos menos a la otra que cambies algo sin mi consentimiento). Evidenciar sus errores me hacía sentirme orgulloso. Mis compañeros me veían extrañados, pues nadie se comportaba de la misma manera, ni cerca, ni lejos. No es que quisiera buscar problemas, simplemente soy así.

La tensión escaló (digo tensión sólo por describirla, porque jamás me sentí amenazado, ya que ellos no son nada para mí y nada pueden obtener de mí) hasta la jornada electoral cuando Miguel Barbosa resultó electo gobernador de Puebla. Aquel día Rueda había dispuesto generosas viandas para todo el equipo de Cambio, ya que el trabajo se extendería hasta la publicación de los resultados comiciales. Entre los alimentos regalados había varios vasos de yogures Alpura de diversos sabores, los cuales fueron desdeñados y guardados en el refrigerador. Antes de retirarse, uno de los zalameros de Arturo dijo a la redacción que podíamos llevarnos los yogures que quisiéramos.

Sin embargo, al día siguiente dicha persona se quejó que no había quedado nada y amenazó con revisar las cámaras de vigilancia para descubrir al ladrón de yogures. Todos pensaron que se trataba de otra de sus bromas tontas (lo único bueno que sabe hacer) y rieron, incluso yo.

Pero esta vez sí era verdad. Rueda, el subdirector y la zalamera se reunieron en su oficina y revisaron las grabaciones. La noche sucedió entre risotadas de esos tres. Luego, tras terminar la extenuante labor de descubrir al ladrón de yogures, el sub fue hasta la redacción y dijo algo así como: El que haya robado los yogures puede disculparse antes de ser evidenciado.

Llegó el día de la paga. Rueda me llamó, y tras firmar el recibo, me dijo, sin levantar la mirada del papel: «Hoy es tu última quincena. Vimos cómo te llevaste los yogures y no queremos ese tipo de personas aquí». Pronunció aquello en un tono diferente, extraño, por ello pensé que se trataba de una broma imbécil, así que le pregunté si hablaba enserio; él lo reafirmó y agregó que me habían grabado. Le respondí de inmediato, alterado. Le dije que yo no consumo lácteos, que sabía que el despido era por otra causa, por un berrinche, pero él insistió en las grabaciones, que sus dos zalameros las tenían. Le exigí que me las mostrara, y Arturo me dijo que fuera con ese par, que si quería conservar mi empleo hablara con ellos, así que le dije: a la mierda, no hablaré con ese par de pendejos. Entonces me tendió la mano, siempre con la cabeza gacha, sin mirarme a la cara. A pesar de aquella trampa yo me mostré agradecido y le estreché la mano, maldiciéndolo. Maldito eres a partir de ahora, pensé. Luego me retiré. Ser despreciado por el pseudo periodista es causa de orgullo, demuestra que no se es como él. Basta ver de quiénes se rodea para saber que son iguales, y vaya que sé de lo que hablo. Ahora yo estoy bebiendo una cerveza mientras escribo esto y él está en el tabique. Si compartimos algo, es escuchar la lluvia justo en este momento. Todo mundo celebra su captura, su situación. El periodismo se vindica.

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